Relato de un náufrago
El primer animal que vi, casi treinta horas después de estar en la balsa. La aleta de un tiburón infunde terror porque uno conoce la verocidad de la fiera. Pero realmente nada parece más inofensivo que la aleta de un tiburón. No parece algo que formara parte de un animal, y menos de una fiera. Es verde y áspera como la corteza de un árbol. Cuando la vi pasar orillando la borda, tuve la sensación de que tenía un saber fresco y un poco amargo, como el de una corteza vegetal. Eran más de las cinco. El mar estaba sereno al atardecer. Otros tiburones se acercaron a la balsa, pacientemente y estuvieron merodeando hasta cuando anocheció por completo. Ya no había luces pero los sentía rondar en la oscuridad, rasgando la superficie tranquila con el filo de sus aletas.
Desde ese momento no volví a sentarme en la borda después de las cinco de la tarde. Mañana, pasado mañana y aun dentro de cuatro días, tendría suficiente experiencia para saber que los tiburones son unos animales puntuales: llegarían un poco después de las cinco y desaparecerían con la oscuridad.
Al atardecer, el agua transparente ofrece un hermoso espectáculo. Peces de todos los colores se acercaban a la balsa. Enormes peces amarillos y verdes; peces rayados de azul y rojo, redondos, diminutos, acompañaban la balsa hasta el anochecer. A veces había un relámpago metálico, un chorro de agua sanguinolenta saltaba por la borda y los pedazos de un pez destrozado por el tiburón flotaban unos segundos junto a la balsa. Entonces una incalculable cantidad de peces menores se precipitaban sobre los desperdicios. En aquel momento yo habría vendido el alma por el pedazo más pequeño de las sobras del tiburón.
Era mi segunda noche en el mar. Noche de hambre y de sed y de desesperación. Me sentí abandonado, después de que me aferré obstinadamente a la esperanza de los aviones. Sólo una noche decidí que con lo único que contaba para salvarme era con mi voluntad y con los restos de mis fuerzas.
Una cosa me asombraba: me sentía un poco débil, pero no agotado. Llevaba casi cuarenta horas sin agua ni alimentos y más de dos noches y dos días sin dormir, pero había estado de vigilia toda la noche anterior al accidente. Sin embargo yo me sentía capaz de remar.
Volví a buscar la Osa Menor. Fijé la vista en ella y empecé a remar. Había brisa pero no corría en la misma dirección que yo debía imprimirle a la bolsa para navegar directamente hacia la Osa Menor. Fijé los dos remos en la borda y comencé a remar a las diez de la noche. Remé al principio desesperadamente. Luego con más calma, fija la vista en la Osa Menor, que, según mis cálculos, brillaba exactamente sobre el Cerro de la Popa.
Por el ruido del agua sabía que estaba avanzando. Cuando me fatigaba cruzaba los remos y me recostaba la cabeza para descansar. Luego agarraba los remos con más fuerza y con más esperanza. A las doce de la noche seguía remando.
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